Angelario urbano.
Nueva York, mi primer octubre
Un cuento de Emelda Ramos
Héctor Amarante
Manhattan es una enfermedad para quien no siendo de esa ciudad llegue a ella en calidad de inmigrante como ocurre con tantos millones de personas que llegando a ella han tenido que padecer los síntomas de su patología.
Qué tiene la ciudad como para ser tan contagiosa? Sencillamente se trata de una energía cósmica, vital, de raigambre psico-social; esa energía se concentrará en los seres de refinada sensibilidad y las vivencias que se tengan de la urbe entonces se convertirán en arte.
En Manhattan hay mil detalles, docenas de miles de detalles que impresionan al artista, al escritor, determinando emociones, tensiones, conflictos y casos sutiles y groseros. Una de las fuentes de donde dimanan más experiencias es el subway, con su carga de manifestaciones culturales fruto de un cosmopolitismo manifestado en su mundo, cosmopolitismo que es quizás más diverso, intenso y supernumerario que en la ciudad misma.
El libro Angelario Urbano, de Emelda Ramos, se inicia con el texto titulado Nueva York, mi primer octubre, en el que la escritora cifra algunas de sus experiencias de vida en la ciudad. Texto ni muy denso ni muy intenso, pero en el cual la autora describe con perfiles precisos su impresión de la máquina del subway, esa siniestra nube de fierro de la que dependería para la sobrevivencia en la Babel de Hierro, pero también describe sus dulces terrores y sus conflictos con un medio al que ha tenido que abordar y que le impondrá actitudes, actitudes como esas tan frecuentes del encuentro casual, inesperado, con ese otro ser con quien se establecen empatías que resultarán en ensoñaciones que pasan demasiado pronto al recuerdo, a la experiencia.
Algunas de esas experiencias no serán más que eso: ilusiones, quimeras, ensoñaciones, con ese otro a quien nunca más volverá a verse porque en el subway de Nueva York, aunque uno lo aborde todos los días del año, durante años, las emociones, ciertas emociones, nunca volverán a repetirse.
En su relato la escritora expone mediante pinceladas breves esas experiencias de tantos millones de seres: la de la doble identidad; una de ella, la verdadera, la de quien se es en función del nombre real, y otra la del nombre prestado, este último para poder trabajar cuando se ha llegado como viajero con visa de no inmigrante.
También alude el texto a la presión de las multitudes, reconcentrada en el vagón del subway, esas con las que tenemos que convivir mientras nos trasladamos en el espacio infinitamente limitado e ilimitado del vagón en el que paradógicamente sentimos el peso de la soledad, esa que se rompe a veces con el encuentro de la mirada, con el choque de una sonrisa.
En el tren creemos que en los otros está la felicidad, en los otros creemos está la paz, en los otros se encierra la dicha y la plenitud del vivir, también el dolor, la desdicha, eso se cree en el tren de Nueva York, pero resulta que muchas veces, en millones de veces, en la conciencia del otro, cuando se es ese otro, ni una cosa ni la otra está ahí, ni una cosa ni la otra es realidad. Sólo queda el sabor de una frustración.
En el cuento de Emelda no ocurre esto del todo, sino sólo un poco. Dos personas se encuentran en el vagón, entran de prisa en un sistema de relación, relación manifestada con signos y símbolos porque en apariencia existe una barrera: la de los idiomas. Sin embargo, el valor del texto, literariamente hablando, existe en función de los recursos de contextualidad puesto en juego.
Contado el relato en primera persona, el personaje femenino manifestado como narrador se identifica en forma con el instrumento musical llevado en manos del personaje masculino: “El ahora rodea con otra de sus cuidadas manos, muy fervorosamente, la zona del busto de la mujer-instrumento y con la opuesta la toma por las caderas…”. El narrador en primera persona, ella, la agente narradora, por qué no, la autora, identifícase con el instrumento en cuanto el mismo es manipulado por el artista: “Sus manos abrazan aquel guitarrón por la cintura conmigo adjunta y se enlazan a mi espalda arropadas por mi larga cola de caballo”.
Pero la contextualidad se extiende a cierto símbolos dados mediantes frases en las cuales las preferencias y pasiones musicales son parte del texto: “Y un dedo, sólo uno, hace tierra en mi pantorilla, insuficientemente cubierta por el nyulon de las medias, y en el acto, electrizadoél de pies a cabeza, salen chispas del gris octubre de sus ojos y su temblor es un preludio de lo que acontece ya en mi interior, donde de la tierra al cielo, oh música, llueve al revés.”
En la estructura del relato de Emelda Ramos, lo que pudiera ser el final rematado, el final final que caracteriza al cuento tradicional, ocurre antes del fin del trabajo, por lo que entonces se rompen moldes, sin embargo, ese beso anhelado, esa manifestación de amor que nos quiere revelar como la encarnación de un amor fugaz, veloz, como el mismo correr del tren, queda interrumpido por la advertencia de una voz, una voz como de un tercer personaje complementario, advirtiendo que el viaje se ha acabado. El ángel del vagon, Angelo, entonces no llega a consumar su beso sino en su nombre, ese nombre dado como única recompensa al personaje que entonces se borrará bajo la lluvia de octubre.
El texto de Emelda Ramos queda como una pieza en tanto poética, de esquema musical, expuesta con un lenguaje, a veces atropellante, pero las más de las veces con frases líricas, evidenciándose entonces en la autora un manejo apropiado para el entorno del trabajo que forma parte de su libro Angelario Urbano.
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