La última parada del tren 7
El día 25 de noviembre de 1982 el tren 7, el que parte desde Manhattan, en Times Square, y llega hasta Flushing, en Queens, planificó el asesinato de una persona, hombre o mujer, anciano o niño, pues durante un lapso de 7 semanas nadie moría revolcado bajo los aceros y bajo las ruedas de ese tren, ni de ningún otro.
El reptil había llegado a su primera parada en Manhatttan sin maquinista ni conductor y estuvo detenido unos 2 minutos sin abrir sus puertas para que saliera la carga humana que debía traer desde el mayor condado de la urbe; animado, un ser vivo, el tren estuvo pensando en cómo hacer las cosas. Vio, en la plataforma, a todos los pasajeros al parecer eligiendo la víctima.
De repente las puertas se abrieron y más de prisa volvieron a cerrarse, sin dejar entrar a ninguno; fue cuando al interior del tren se vio a un trabajador de la limpieza aseando y recogiendo desperdicios. El hombre era el mismo en todos los diferentes vagones del tren, ocurrencia que algunos vieron con indiferencia mientras que otros ni siquiera lo notaron, en tanto que unas pocas personas repararon en la singularidad del caso, a lo que se agregaba la ausencia de maquinista.
Como la ciudad de Nueva York es así, donde cualquier hecho puede ocurrir y cualquier cosa puede aparecer, los pasajeros -como paralizados por una sospecha inaudita, muy misteriosos y remontados a sus angustias y problemas de cada uno- sintieron y vieron sin inmutarse ese enorme monstruo moverse solo. El tren aceleró fantasmalmente, mientras se produjo un murmullo entre los presentes en la plataforma:
-Wao! Dijo un hombre de la multitud.
-Only in New York! Agregó.
Uno por uno fueron desfilando los vagones con sus respectivos número siete hasta desaparecer en los laberintos subterráneos donde dos hilos de metal son los rieles, cuyo brillo generalizado de líneas rectas y curvas parecen un anexo del paisaje de sombras y luces por donde se desliza la máquina.
Va ella pensando en pararse en cada estación, pero no lo hace y los pasajeros en espera la ven pasar sin inmutarse, como si ella misma fuera un destello de sus propios conflictos de seres que buscan liberarse de algo que los atosiga: sus propias sombras y angustias.
El tren, tan irreal, tan irrisorio, tan onírico, les dice a cada uno, con su correr, cómo están las cosas, tan locas, que el tren ya ni se detiene a recogerlos, pero lo ven pasar sin extrañarse porque son neoyorquinos, los residentes de la gran urbe no se inmutan ni sorprenden de nada y porque ven algo tan sospechoso en el mismo que es mejor que no se haya parado con su extraña vetustez de animal carnicero.
En ninguna de las estaciones ha encontrado a la persona que busca. Quizás esa persona ande en las calles de arriba, en el mundo de Nueva York, y no se decide a entrar al subte, pero el tren 7 tiene la esperanza de que baje, para entonces, fríamente, asesinarlo.
El aseador del tren, el que libra a los vagones de papeles viejos y ajados, de huesitos de pollos, de vasos higiénicos, de bolsas estrujadas, de papeles del diario “The New York Post” releído, de afiches publicitarios de una vidente que usa los vagones como medio de promoción, es el único ser que lleva este tren loco. Y en cada vagón lo lleva como si fuera un ser mágico capaz de haberse hecho repetitivo.
Al final del recorrido, casi al final, el tren 7, desencantado de no haber encontrado a quien buscaba, vació un vómito azul sobre un trayecto sin nombre de los rieles adonde un personaje se había suicidado tirándose a las vías porque estaba cansado de la vida.
Cuando el vómito se derramó sobre ese punto siniestro, un punto de espacio casi invisible en medio de la semi-oscuridad, allí en la última parada de Flushing, Elpidio Carrosa, el limpiador de vagones, despertó en medio de todos los pasajeros, para recordar cuando se lanzó en ese mismo lugar -un 25 de noviembre de 1982-, a la llegada del tren 7.
Del libro titulado "Uno más y me apeo" (Cuentos del tren que Nueva York no sabe)
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